La Unidad de cuidados intensivos de la planta baja de MLK Community Hospital está tranquila en este cálido día de primavera en el sur de Los Ángeles. Un puñado de enfermeros están sentados detrás de los monitores, separados de las habitaciones de sus pacientes por un largo panel de plexiglás que se extiende a lo largo de su puesto de trabajo. Se levantan periódicamente para controlar los signos vitales de los pacientes, entrando y saliendo con determinación de las habitaciones.
"Aquí las cosas han vuelto casi a la normalidad", dice la enfermera de la UCI Amanda Hamilton mientras observa el ambiente de calma. "Todos estamos tratando de acostumbrarnos a él. Pero atravesamos un nivel de estrés tan alto, todos los días corriendo sin parar, que creo que todos estamos todavía en estado de conmoción".
Hace apenas unos meses, el hospital era el más golpeado en una de las regiones más afectadas por las infecciones de COVID-19 en el mundo. Durante lo peor del brote, la dirección del hospital tomó la decisión de ampliar la UCI a otra planta más grande del hospital para dar cabida a la abrumadora cantidad de pacientes graves.
Los pacientes llegaban en estado crítico a un ritmo que los enfermeros no habían visto antes. Y permanecían en la UCI, luchando por sus vidas, durante semanas.