Extraño, impredecible, mortal: El extraordinario viaje de un hombre a través de la COVID-19

La COVID-19 es un virus extraño. Y la batalla de James Simpson contra la COVID es la más extraña que ha visto el Dr. Jason Prasso.

“Pensamos que iba a morir”, dice Prasso, especialista en cuidados pulmonares y críticos que supervisó la atención médica de James desde el día en que ingresó en la unidad de cuidados intensivos del Martin Luther King, Jr. Community Hospital (MLKCH).  

“Su caso ha sido una lección de humildad. Nos hizo comprender lo imprevisible que es esta enfermedad”.

James, de 40 años, debería estar muerto. Durante su estancia en la unidad de cuidados intensivos del MLKCH, le fallaron los pulmones, los riñones, el hígado y el sistema circulatorio. Hubo serias deliberaciones con su familia acerca de retirarle el soporte vital.

Sin embargo, tras dos semanas y media en coma inducido, se despertó. Lloró. Las primeras palabras que salieron de su boca fueron para sus cuidadores.

“Gracias”, dijo. “Me han salvado la vida”.

Los médicos y enfermeros de la UCI están formados para controlar sus emociones, pero aun así, “se me saltaron las lágrimas”, dice María Aréchiga, una de las enfermeras de James. “Fue muy conmovedor”. 

También es una demostración de que, incluso en una comunidad de alto riesgo y muy vulnerable, la atención médica de alta calidad puede obrar milagros.

Vulnerable

Las probabilidades no están a su favor si contrae COVID-19 y es afroamericano. A nivel nacional, los afroamericanos tienen una probabilidad desproporcionadamente mayor de contraer COVID-19 que cualquier otro grupo racial o étnico.También es más probable que sean hospitalizados con síntomas graves. En California, los pacientes afroamericanos de entre 18 y 49 años mueren casi dos veces y media más que su proporción en la población del estado.

La muerte por COVID-19 está estrechamente relacionada con las afecciones de salud preexistentes. Esas afecciones —diabetes, asma, obesidad, enfermedades cardíacas— suelen darse en lugares con mayoría de minorías como el sur de Los Ángeles, que llevan años sufriendo la falta de médicos y de puntos de venta de alimentos saludables, educación y recursos.

James Simpson es un ejemplo emblemático de los problemas a los que se enfrentan muchas personas de las comunidades que carecen de servicios médicos de calidad. Es técnicamente obeso, con un historial previo de enfermedades crónicas. Cuando se enfermó, vivía en un hogar de grupo, con poca capacidad para distanciarse socialmente de los demás. Tiene bajos ingresos. Es afroamericano.

El 16 de marzo, James acudió al departamento de emergencias del MLKCH con fiebre, escalofríos, sudores fríos y fatiga, todos ellos síntomas clásicos de COVID-19.

Sus recuerdos se acaban en la puerta del hospital. Se despertó casi un mes después en la unidad de cuidados intensivos con vías intravenosas conectadas al cuello y un tubo de ventilación en la garganta.

“Fue muy aterrador”, recuerda James. “Fue horrible”.

Sus cuidadores están de acuerdo.

“Creo que nadie pensó que lo lograría”, dice María, su enfermera. “Nos hace sentir aún mejor que esté donde está, y que hayamos contribuido a ello”.

James fue ingresado en el hospital el día que llegó. Al principio permaneció en una habitación normal del hospital, vigilado por enfermeros. El 21 de marzo, como sucede a menudo e inexplicablemente con los pacientes de COVID, colapsó.

“Hay muchas cosas curiosas sobre esta enfermedad”, dice el Dr. Prasso. “Puede ocurrir rápidamente. Puede ocurrir lentamente. Tenemos pacientes que llevan una semana y media en el hospital antes de tener que intubarlos. Tuvimos un paciente de 36 años con buena salud que murió en 4 días. No se puede predecir”.

James fue trasladado a la UCI y sometido a un coma inducido, una terapia habitual utilizada para relajar el cuerpo y favorecer la curación. Fue intubado —un tubo introducido en la garganta y en los pulmones— y su ventilador se puso al máximo de oxígeno. Sus pulmones inflamados apenas podían absorber algo.

Sin oxígeno, otros órganos empezaron a apagarse. Sus riñones fallaron y fue sometido a diálisis. Le falló el hígado. Entonces su presión sanguínea bajó drásticamente. Los médicos lo llaman “síndrome de disfunción multiorgánica” y las consecuencias son nefastas. Más del 90 % de los pacientes mueren.

Sin embargo, el equipo asistencial de este paciente no iba a permitir que muriera, aunque a veces se encontraran desconcertados por el virus contra el que luchaban.

“Lo veíamos a punto de sufrir un infarto y teníamos que ajustar rápidamente su medicación”, recuerda Prasso. “Si su sistema circulatorio parecía estar a punto de colapsar debíamos cambiar el cóctel que tomaba para tratar la posible causa y así evitar un paro cardíaco”.

Dado que la COVID-19 es tan imprevisible, este tipo de atención improvisada y altamente adaptativa es necesaria para evitar que los casos difíciles acaben con un paro cardíaco.

“Requiere que todos den lo mejor de sí mismos en todo momento”, dice Prasso. “Pero tenemos los mejores enfermeros con los que he trabajado. Y nos hemos entrenado para algo así durante mucho tiempo, sin prever que fuera a ocurrir. Luego, cuando llegó, éramos como una máquina bien aceitada”.

Vida o muerte

A menudo se piensa que la unidad de cuidados intensivos es un lugar donde los médicos y los enfermeros curan a los pacientes. Eso no es exactamente cierto. En su lugar, se utilizan intervenciones médicas avanzadas para asistir a los órganos que fallan, dándole al cuerpo tiempo para curarse a sí mismo. El trabajo del MLKCH, esencialmente, es ganar tiempo.

El equipo de atención médica de James lo mantuvo vivo durante dos semanas de forma tenaz e implacable. Eso es una eternidad en una UCI donde la duración normal de una estancia es de menos de una semana.

Por lo general, cuando transcurren dos semanas sin que se produzca una mejora, los médicos empiezan a hablar con los familiares sobre las opciones para el final de la vida. Pero no hay nada típico en lo que respecta a la COVID.

“No paraban de preguntarle a mi madre si quería que me desconectaran”, dice James. “Ella dijo no, creo que lo va a lograr, déjenlo vivir. Manténganlo una semana más”.

El equipo de atención médica de James lo mantuvo conectado al respirador, aunque Prasso era pesimista sobre las posibilidades de su paciente.

Un día después, James empezó a mejorar.

“Simplemente mejoró”, dice Prasso. “Eso es lo sorprendente. Estuvo dos semanas con parámetros máximos de oxígeno y luego, en el transcurso de cuatro días, simplemente bajó”. 

Esas dos semanas le dieron al cuerpo de James Simpson el tiempo que necesitaba para curarse.  

Volver a vivir

La recuperación de James fue, de hecho, asombrosa.Su presión arterial subió. Le quitaron el tubo de respiración. Comenzó a recibir fisioterapia y pudo sentarse, pararse y eventualmente caminar.  

Milagrosamente, sus riñones se curaron, lo que significó que no tendría que soportar la diálisis durante el resto de su vida.

“A todos nos hizo mucha ilusión enterarnos”, dice Prasso. “Realmente superó la curva”.

Es posible que lo hayan ayudado los agresivos esfuerzos de California por “aplanar la curva” mediante las órdenes de permanecer en el hogar. A diferencia de Nueva York, donde los proveedores de atención médica se vieron desbordados por los pacientes, el MLKCH y otros hospitales de California han visto muchos menos casos de COVID. Menos casos implica que se puede dedicar más personal, equipos y atención a cada paciente. La tasa de mortalidad del MLKCH es una fracción de la de Nueva York.

De hecho, la tasa de mortalidad del MLKCH está en consonancia con la del estado: aproximadamente un 4.8 %. Esto es notable dado que la población del sur de Los Ángeles tiene, con pocas excepciones, un estado de salud mucho peor.

“Esto demuestra que el MLKCH también está superando la curva”, dice Alaine Schauer, directora sénior del Departamento de Emergencias y de la UCI del MLKCH. “Nuestros pacientes están más enfermos y sus casos son más complejos, pero los mantenemos con vida a un ritmo comparable al del resto de California.  

“Dice mucho sobre lo que la atención de alta calidad puede hacer, incluso en lugares difíciles”.

James dejó el MLKCH 35 días después de su llegada. Su recuperación será larga, ya que, según Prasso, por cada día que un paciente esté en la UCI debe prever una semana de recuperación en casa.Además, los científicos aún no disponen de datos suficientes para comprender las persistentes secuelas de la COVID.

A James le basta por ahora con haber sobrevivido a lo que parecía insuperable. Lo atribuye a la atención médica que recibió en el MLKCH.

“Amo al MLKCH”, dice. “Tienen buenos enfermeros, los mejores médicos, y te tratan muy bien. Me devolvieron la vida”.

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